Hablar del malestar de las mujeres implica asumir un posicionamiento teórico e ideológico que se pregunte por los efectos que produce el lugar históricamente construido para las mujeres y en cómo los roles de género acaban siendo factores de riesgo para la salud.

En la actualidad y a pesar de los cambios producidos, el mundo doméstico y familiar , que es el espacio privilegiado de la circulación de los afectos, cuyo desarrollo concierne básicamente a relaciones que se dan en el ámbito del cuidado y la responsabilidad, continúa siendo, para  gran parte de la población, patrimonio de las mujeres.

Son ellas las que deben “pre-ocuparse” y satisfacer las necesidades de los demás, mantener el bienestar familiar, ocuparse de la salud de todos y todas .

El rol femenino centrado en la maternidad, se extiende a casi todas nuestras relaciones, generando, entre otros aspectos, lo que se ha dado en llamar la maternalización de todos los roles: madres de los hijos e hijas, madres de las parejas, madres de los padres y madres. Esta “vocación de servicio” a los demás, este empeño en el dar afecto, lleva implícita la expectativa inconsciente de igual retribución.

Pero la realidad, en general, frustra esta expectativa. Y el sentimiento de frustración surge, entre otras cosas,  porque el dar afecto, tiempo, comprensión y atención a las necesidades de los otros, se sostiene sobre la postergación de las propias necesidades y deseos.

La necesidad de ser aceptada y valorada por los/as demás, es uno de los motores más fuertes que sostienen esta situación, se trata de la necesidad de ser importante e imprescindible para el otro/a. De tal modo, las relaciones basadas en la dependencia afectiva, sobre la base de la postergación de uno de los integrantes de la relación, es una modalidad de vínculo mandatada social y culturalmente a las mujeres (modelo “media naranja”). Bajo este modelo aparecen sentimientos de inseguridad (sin el otro), y por tanto la fuerte necesidad de complementar la vida con alguien.

Escuchar los propios deseos y necesidades  produce miedo y sentimientos de culpa, porque, pensar en sí misma se vive como una actitud “egoísta”, lo cual actúa como barrera para el autoconocimiento.

La toma conciencia de que esta entrega abnegada a los otros supone la postergación de una misma, y además carece de reconocimiento y valoración, produce en las mujeres una fuerte insatisfacción, conformando una baja autoestima que las lleva a constatar un enorme vacío. Vacío que genera sentimientos de frustración que, necesariamente, influyen en el estado de ánimo (cuadros depresivos).

Por otro lado, las trasformaciones socio-culturales de los últimos tiempos han hecho emerger nuevas prescripciones que viene a constituir  nuevas cargas y discriminaciones:

Las mujeres se han incorporado a la esfera pública sin abandonar la privada, asumiendo las nuevas tareas y responsabilidades y sumándolas a las que su rol les venía atribuyendo. Así nos encontramos autenticas heroínas que agotan sus reservas de energía y tiempo en el difícil arte de la conciliación entre la vida personal, profesional y domestica.

Frente a estas exigencias, integrar vida familiar y laboral con posiciones de género fuertemente devaluadas, produce sentimientos de culpabilidad ante las dificultades para responder al sacralizado mito de la maternidad y aunar satisfactoriamente espacios vitales antagónicos, ambos de interés para las mujeres. Los conflictos que estas realidades crean muchas veces se ocultan bajo las somatizaciones que aparecen en muchos síndromes clínicos.

Cuestión no menos banal es el hecho de que el  imaginario cultural sigue sometiendo a las mujeres a un mito inalcanzable: la eterna juventud, delgadez y atractivo sexual, Esta objetualizáción va de la mano de la concepción frívola y desvalorizada de ellas como personas, pero además la brecha entre la realidad y el estereotipo es origen de multitud de trastornos, entre ellos los relacionados con la alimentación.

Capítulo aparte constituye la sexualidad femenina; las sociedades construyen maneras de vivir la sexualidad, de ejercerla de darles sentido, de atribuirle valores. Pero el control social no ha tenido el mismo contenido para mujeres y varones. La sexualidad de unas y otros no se ha construido de la misma forma: los permisos y prohibiciones, las actitudes esperadas, el sentido de las prácticas son diferentes.

La búsqueda de placer sexual en las mujeres es considerado una transgresión al modelo, y por tanto el desconocimiento del propio cuerpo, la prohibición para su exploración y descubrimiento continúan formando parte de las enseñanzas de niñas y adolescentes.

El confinamiento de la sexualidad al ámbito de la pareja conyugal es un mandato dirigido especialmente a las mujeres, existiendo una habilitación justificada a la infidelidad masculina. Hablamos de nuevo de frustración, miedos, culpa…

Como conclusión diré, tras este repaso de los “mandatos de género” y sus consecuencias en la salud mental de las mujeres, que como profesionales, asistimos en numerosas ocasiones a problemáticas que tienen su inicio y desarrollo en la misma incorporación de un rol que está plagado de exigencias y deja poco lugar al disfrute.

Considero que el abordaje de estos malestares no puede hacerse, en ningún caso, desde otro marco ideológico que no sea la perspectiva de género, entendiéndola esta como una mirada que tiene en cuenta  los condicionamientos culturales que oprimen a la mujer, proponiendo intervenciones adaptadas a esta realidad, a la vez que promoviendo el empoderamiento femenino como “vacuna” preventiva contra todos estos padecimientos.